El despliegue de la armada norteamericana continúa su curso, con la precisión que suelen tener las operaciones preparadas para enviar mensajes más allá del territorio marítimo donde se ejecutan. El tablero se mueve y cada pieza recuerda que no estamos en tiempos para simplificaciones cómodas. Hasta el cierre de la temporada de huracanes, el 30 de noviembre, es probable que no veamos nada distinto a lo ya observado: ataques desproporcionados a pequeñas embarcaciones de supuestos narcotraficantes , un reforzamiento constante de la maquinaria militar estadounidense en el Caribe, la consolidación de alianzas y un pulso comunicacional cada vez más áspero que amplía su abanico hacia Colombia y México en base al relato de la guerra contra las drogas.
Mientras ese cuadro se desarrolla, Donald Trump recibe un impacto político en un flanco que creía seguro. A un año de su retorno a la Casa Blanca, los demócratas arrebatan espacios clave en elecciones locales, activando las alarmas de cara a las legislativas de medio término. Las consecuencias son claras. La presión para mostrar resultados en política exterior se intensifica y el tema venezolano pesa. En los análisis de Washington, con el foco puesto en el negocio petrolero, la región es parte de un rompecabezas donde la estabilidad en lo geopolítico se traduce en dividendos políticos internos.
Ante eso, una retirada sin lograr la salida de Maduro del poder, tendría el costo de una nueva frustración y una acción militar abierta implicaría el riesgo de un desgaste imprevisible. Entre esos extremos, la diplomacia sigue siendo la sala que nunca cierra, por más que algunos celebren el ruido de los misiles como si fuera el preludio de un desenlace liberador.
Conviene recordar que la posición de Estados Unidos hacia el régimen de Maduro ha sido, desde 2015, una política de Estado sostenida tanto por demócratas como por republicanos. El llamado decreto Obama, la Orden Ejecutiva 13692, declaró una emergencia nacional por la amenaza extraordinaria que representaba el régimen chavista. Ese criterio ha sido ratificado por Trump I, Biden y Trump II. Más recientemente, el nuevo alcalde demócrata de Nueva York, Zhoran Mandani, llamó dictador a Maduro, y defendió la reconstrucción institucional y social del país, al recordar que sin Estado de derecho no hay futuro posible para Venezuela. Sus palabras deberían ayudar a sostener el consenso bipartidista que ha mantenido a nuestro país en la agenda estratégica de EEUU, dándole incluso protección especial (asilo, TPS, etc.) a nuestros compatriotas, por considerarlos víctimas de una dictadura, aunque ahora, de manera incoherente, por un lado hay un despliegue militar contra el “cartel de los soles”, y por el otro, se le quita dicha protección a mas de 600 mil venezolanos amenazados con una agresiva y cruel deportación.
Ese marco internacional, a pesar de lo complejo, crea condiciones favorables para que la presión externa empuje a cambios internos en el sistema autocrático “dominante” venezolano. Aunque para Maduro y el círculo más comprometido con la corrupción y el narcotráfico parece tarde, existen sectores dentro de la Fuerza Armada capaces de entender el costo histórico de prolongar la usurpación. Tarde o temprano, la institución militar deberá decidir si acompaña la reconstrucción constitucional o si permanece atada a un proyecto ilegítimo que hunde al país.
Las señales no ayudan a Maduro. No solo es un gobierno inviable, también rompió de manera total los acuerdos de Barbados que él mismo firmó. Esa conducta lo descalifica como interlocutor confiable, pero no cancela la necesidad de explorar entendimientos con otros actores que aún pueden asumir responsabilidades para sacar a Venezuela del abismo en el que se encuentra.
En su entrevista del 2 de noviembre con Sebastiana Barráez, Edmundo González Urrutia, presidente legítimo de Venezuela, volvió a mostrar la templanza diplomática que tanto se echa de menos en la política nacional. Propuso una ruta basada en bajar la temperatura de la confrontación, construir consensos posibles, abrir espacios donde todos puedan reconocerse y reconstruir la noción de adversario y no de enemigo. Insistió en mantener vasos comunicantes incluso con quienes hoy sostienen al régimen, porque sin conversación real no hay transición ordenada ni estabilidad futura.
Hago mías esas palabras. La reconstrucción de Venezuela exige acuerdos básicos, respeto a la Constitución y una transición que evite traumas innecesarios. El país necesita libertad, justicia, crecimiento económico y un Estado capaz de servir, no de someter. Ningún proyecto personal puede imponerse sobre ese deber. Se equivocan quienes hablan de negociación, olvidando los acuerdos incumplidos e igualando de manera injusta la responsabilidad del liderazgo de MCM con la del autócrata Maduro.
La confrontación seguirá siendo parte de la dinámica política, pero no debe ser el centro. Es hora de que los vasos comunicantes regresen a la vida política venezolana. Sin ellos, la democracia no vuelve. Con ellos, el país puede empezar a levantarse.